Un malestar impuntual se sobrepone a mis ganas de hacer cualquier cosa que no sea lagartear. No sé qué tengo. Es domingo por la noche, el yogurth y el durazno no me han sentado muy bien. Estoy tensa. La intranquilidad me invade el cuerpo y desconozco su origen. Sólo nueve horas más tarde sabría la causa de mi sensación ensordecedora.
Ahora, habla Wikipedia:
“La apendicitis aguda fue descrita por primera vez en 1886 por Reginald Fitz, y las contribuciones de Charles McBurney en 1889, reconocida como una de las causas más frecuentes de dolor abdominal agudo o repentino en el mundo. Aproximadamente 7% de la población será operado de una apendicectomía debido a una apendicitis aguda”.
A parecer, y según los cuatro doctores que me vieron en cuatro momentos distintos del pasado lunes, estoy entre ese 7% de los afortunados que sufren con una cirugía de extracción de ese pedacito irrelevante del cuerpo humano.
Los síntomas y signos de una cirugía no-anunciada
Ese dolor sin razón que comenzó a recorrer mi cuerpo la madrugada del lunes (¿qué será? ¿el hígado?¿los ovarios?¿el whiskey?¿candela?¿la moto?)tuvo un primer diagnóstico acertado en boca del joven médico del Suat:
“-Mmm…debería ir a la emergencia del sanatorio para descartar una apendicitis…a veces empiezan así”.
Y ya la había nombrado. Obvio, papá diría que no, que seguramente no sería nada.
Segundo diagnóstico: señor médico general del Sanatorio Americano.
“-¿Y si hago eso te duele –y clavó sus dedos en mi abdomen, produciendo una sensación de fuego mezcla con odio hacia su persona-, y eso?
Por supuesto que me dolía. En el medio hubo un hemograma y dos ecografías. Y varias palpaciones.
“-Te va a ver el cirujano”.
Tercer diagnóstico: señor cirujano.
“-Sí, con seguridad es apendicitis. Te vamos a operar. Lo que no sé es si te operamos aquí o piden el traslado a Rocha…”.
Eso fue bastante inoportuno de su parte. No tenía ganas de ir a Rocha. Puag.
Confirmación y consecución de los hechos: el bendito traslado.
“-La van a venir a buscar en ambulancia desde Comero. Tardarán unas tres horas”.
Sus hermosas palabras resonaron en mis oídos y, ¿por qué no?, en mi apéndice. La espera fue larga y, la camilla, dura y sin almohada.
Antes de describir el viaje en ambulancia, debo puntuar mis síntomas y signos, según la Escala de Alvarado.
Síntomas |
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Dolor migante en fosa ilíaca derecha | 1 punto sí |
Anorexia | 1 punto |
Náuseas y vómitos | 1 punto sí (medio punto) |
Signos |
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Dolor en la fosa ilíaca derecha | 2 puntos sí |
Dolor de rebote a la palpación | 1 punto sí |
Fiebre | 1 punto |
Laboratorio |
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Leucocitosis | 2 puntos sí |
Neutrófilos inmaduros | 1 punto |
Puntaje total | 10 puntos |
“Un valor acumulado de 7 o más puntos es altamente sugestivo de una apendicitis”. Entonces, veamos mi puntaje: 6,5. Pero, según los médicos, “lo más constante es el dolor”. Y al cuchillo.
El viaje gratuito en carricoche
Vino la ambulancia y me arrastraron, tapada, en una camilla dura hasta el vehículo. Me depositaron en la parte de atrás con el suero colgando. Qué placer que no le deseo a nadie. En un viaje en tiempo récord por la ruta 9 llegamos a Rocha. Ahí vieron qué hacer conmigo, y el cuarto médico decidió esperar a operarme temprano en la mañana.
La mañana, como siempre, se transformó en mediodía. Me vistieron –o desvistieron- con un poncho blanco tan feo que me hice tomar una foto de aquel hecho histórico: nunca más me verían de poncho blanco. Políticamente hablando.
Como en el juego de pasar la posta fui pasando entre las manos de distintos pares de enfermeras que a su vez me llevaron con un doctor. Y me rodearon de luces en un block. Para los que no han estado en un block quirúrgico, las luces son parecidas a las del dentista pero en otras dimensiones. Y aquí vino el momento.
“Dróguenme cuanto antes”
Exactamente no recuerdo como fue. Sí sé lo siguiente: me pusieron la anestesia en la vía de mi muñeca derecha y me lo advirtieron. “Te vas a marear”. La sensación, más que de mareo, es de estado de ebriedad. Me preguntaron mi nombre y si había hecho playa recientemente. A todo contesté.
Me empecé a reír. Fuerte. Con ganas. Con ganas de reírme. En voz muy alta. Me tenté. A mi alrededor comentaban “nunca me había pasado esto”. Y tuve ganas de contestarles que a mí tampoco, pero fue muy tarde. Entre risas y un tubo de oxígeno, me dormí profundamente. No sé qué pasó después.
Aventuras durante el post-operatorio
Aparecí en una habitación que no era la mía. Desperté con un dolor mucho más profundo del que tenía antes. Todo se veía borroso. Grité un poco. Se había pasado el efecto de la anestesia. Otro calmante, por favor. Vino (el calmante). La gente que entraba a la habitación hablaba alrededor de mi cama, pero yo no los veía. Sí los escuchaba, pero por momentos. El transe continuaba. Pasaron las horas, los días. Ahora, que ya transcurrieron 74 horas y varias tazas de sopa sin gusto desde mi primera visita al quirófano, estoy en condiciones de evaluar.
Lo peor: el dolor y no poder levantarme de la cama.
Lo mejor: el camisón que me regalaron los tatas.
Lo que queda por decir, además de que me gané un fin de semana de febrero con Salas con todo pago en Solanas, es que tengo recuperación.