Ningún tema es tabú después del primer café

sábado, 27 de noviembre de 2010

PAM!

PAM (pecado-altruismo-morbo) es un cortometraje de stop motion que hicimos para Lenguaje cinematográfico. La consigna era contar una historia con fotos, y nos metimos con el stop motion y un poquito de animación. Era (y es) la primera vez que lo hacíamos. Fueron dos tardes de invierno tirados en el pasto. La historia es siniestra y graciosa a la vez. La gente se rió cuando lo proyectamos. Lo miro y me dan ganas de hacer otro stop motion. Me gusta como quedó.
El equipo: 
-Ezequiel Banfi (morboso, como siempre)
-Florencia Barré (altruista, tendencia suicida, le gusta ver morir y hacer que los personajes mueran)
- Florencia Núñez (pecadora, pecadora, pecadora)
-Agustina Dighiero (apoyo incondicional y buena amiga)


Echadle un vistazo:

viernes, 26 de noviembre de 2010

Crónica de un debut quirúrgico


Un malestar impuntual se sobrepone a mis ganas de hacer cualquier cosa que no sea lagartear. No sé qué tengo. Es domingo por la noche, el yogurth y el durazno no me han sentado muy bien. Estoy tensa. La intranquilidad me invade el cuerpo y desconozco su origen. Sólo nueve horas más tarde sabría la causa de mi sensación ensordecedora.
Ahora, habla Wikipedia:
“La apendicitis aguda fue descrita por primera vez en 1886 por Reginald Fitz, y las contribuciones de Charles McBurney en 1889, reconocida como una de las causas más frecuentes de dolor abdominal agudo o repentino en el mundo. Aproximadamente 7% de la población será operado de una apendicectomía debido a una apendicitis aguda”[1].

A parecer, y según los cuatro doctores que me vieron en cuatro momentos distintos del pasado lunes, estoy entre ese 7% de los afortunados que sufren con una cirugía de extracción de ese pedacito irrelevante del cuerpo humano. 

Los síntomas y signos de una cirugía no-anunciada

Ese dolor sin razón que comenzó a recorrer mi cuerpo la madrugada del lunes (¿qué será? ¿el hígado?¿los ovarios?¿el whiskey?¿candela?¿la moto?)tuvo un primer diagnóstico acertado en boca del joven médico del Suat:
“-Mmm…debería ir a la emergencia del sanatorio para descartar una apendicitis…a veces empiezan así”.
Y ya la había nombrado. Obvio, papá diría que no, que seguramente no sería nada.
Segundo diagnóstico: señor médico general del Sanatorio Americano.
“-¿Y si hago eso te duele –y clavó sus dedos en mi abdomen, produciendo una sensación de fuego mezcla con odio hacia su persona-, y eso?
Por supuesto que me dolía. En el medio hubo un hemograma y dos ecografías. Y varias palpaciones.
“-Te va a ver el cirujano”.
Tercer diagnóstico: señor cirujano.
“-Sí, con seguridad es apendicitis. Te vamos a operar. Lo que no sé es si te operamos aquí o piden el traslado a Rocha…”.
Eso fue bastante inoportuno de su parte. No tenía ganas de ir a Rocha. Puag.
Confirmación y consecución de los hechos: el bendito traslado.
“-La van a venir a buscar en ambulancia desde Comero. Tardarán unas tres horas”.
Sus hermosas palabras resonaron en mis oídos y, ¿por qué no?, en mi apéndice.  La espera fue larga y, la camilla, dura y sin almohada.
Antes de describir el viaje en ambulancia, debo puntuar mis síntomas y signos, según la Escala de Alvarado.



Síntomas

Dolor migante en fosa ilíaca derecha
1 punto        sí
Anorexia
1 punto
Náuseas y vómitos
1 punto        sí (medio punto)
Signos

Dolor en la fosa ilíaca derecha
2 puntos      sí
Dolor de rebote a la palpación
1 punto        sí
Fiebre
1 punto
Laboratorio

Leucocitosis
2 puntos      sí
Neutrófilos inmaduros
1 punto
Puntaje total
10 puntos


“Un valor acumulado de 7 o más puntos es altamente sugestivo de una apendicitis”[2]. Entonces, veamos mi puntaje: 6,5. Pero, según los médicos, “lo más constante es el dolor”. Y al cuchillo.

El viaje gratuito en carricoche

Vino la ambulancia y me arrastraron, tapada, en una camilla dura hasta el vehículo. Me depositaron en la parte de atrás con el suero colgando. Qué placer que no le deseo a nadie. En un viaje en tiempo récord por la ruta 9 llegamos a Rocha. Ahí vieron qué hacer conmigo, y el cuarto médico decidió esperar a operarme temprano en la mañana.
La mañana, como siempre, se transformó en mediodía. Me vistieron –o desvistieron- con un poncho blanco tan feo que me hice tomar una foto de aquel hecho histórico: nunca más me verían de poncho blanco. Políticamente hablando.
Como en el juego de pasar la posta fui pasando entre las manos de distintos pares de enfermeras que a su vez me llevaron con un doctor. Y me rodearon de luces en un block. Para los que no han estado en un block quirúrgico, las luces son parecidas a las del dentista pero en otras dimensiones. Y aquí vino el momento.

“Dróguenme cuanto antes”

Exactamente no recuerdo como fue. Sí sé lo siguiente: me pusieron la anestesia en la vía de mi muñeca derecha y me lo advirtieron. “Te vas a marear”. La sensación, más que de mareo, es de estado de ebriedad. Me preguntaron mi nombre y si había hecho playa recientemente. A todo contesté.
Me empecé a reír. Fuerte. Con ganas. Con ganas de reírme. En voz muy alta. Me tenté. A mi alrededor comentaban “nunca me había pasado esto”.  Y tuve ganas de contestarles que  a mí tampoco, pero fue muy tarde. Entre risas y un tubo de oxígeno, me dormí profundamente. No sé qué pasó después.

Aventuras durante el post-operatorio

Aparecí en una habitación que no era la mía. Desperté con un dolor mucho más profundo del que tenía antes. Todo se veía borroso. Grité un poco. Se había pasado el efecto de la anestesia. Otro calmante, por favor.  Vino (el calmante). La gente que entraba a la habitación hablaba alrededor de mi cama, pero yo no los veía. Sí los escuchaba, pero por momentos. El transe continuaba. Pasaron las horas, los días. Ahora, que ya transcurrieron 74 horas y varias tazas de sopa sin gusto desde mi primera visita al quirófano, estoy en condiciones de evaluar.
Lo peor: el dolor y no poder levantarme de la cama.
Lo mejor: el camisón que me regalaron los tatas.
Lo que queda por decir, además de que me gané un fin de semana de febrero con Salas con todo pago en Solanas, es que tengo recuperación









[1] En: http://es.wikipedia.org/wiki/Apendicitis. Citado: 25 de noviembre de 2010.
[2] Idem.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Ruta sonora

En el mostrador de Rutas del Sol ya puedo vaticinar la duración de las próximas tres o cuatro horas. Es el último coche. Es el único. Es el coche A. Es de línea.
Los asientos no están completos al subir en la terminal, lo que significa nada más que una cosa, y es que a lo largo del viaje subirá mucha gente. El viaje será ajetreado.

Para comenzar mi racha me toca un asiento de pasillo. El 19. No es mal número, o eso pienso. Esta vez sí. Ubico mis cosas en el porta equipaje y presiento que la mujer que se aproxima por el pasillo tiene el 20. Me siento. Me mira. Sí lo tiene. Se ubica ella también. El ómnibus se mueve.

El guarda irrumpe entre los asientos y pide los boletos. Le doy el mío. No pregunta dónde bajo.

Vamos por la Interbalnearia. En El Pinar, o algún lugar de esos que nunca visité no por no querer sino porque nunca lo hice, sube una delegación de basketball. El aroma a deporte inunda el coche. Las ventanas están empañadas y el calor de la excesiva calefacción arrecia nuestros cuerpos cansados. En el fondo los celulares vibran al ritmo de la cumbia. El guarda entra otra vez. Y dos veces más. Y tres. Y cinco. Y pierdo la cuenta.

Una chica sentada delante de mí, que ocupa el asiento 16, se apasiona cantando Colgando en tus manos a pesar de que el resto de los pasajeros probablemente duerma. Para peor tiene activada la opción repetir. Ella canta y en el fondo sigue la cumbia. La del asiento 20 también escucha cumbia. Puedo oírla aunque tenga auriculares puestos. El volumen está tan alto que pienso que puede dañarle los tímpanos. La joven del asiento 16 se empeña en cantar una vez más. Con más ahínco. De nuevo. Otra vuelta más con el estribillo. Cuidado, cuidado, la oigo entonar. Pienso que quien debe tener cuidado es ella. Puedo levantarme a despelucarla en cualquier momento. El guardia vuelve a entrar. Enciende las luces verdes.

No concilio el sueño.

Además de todas las paradas en medio de la nada, el ómnibus entra a Pan de Azúcar. Se suben dos, tres personas. Nadie desciende. Van casi dos horas de viaje y no estamos ni cerca de llegar.

El tiempo en el coche es tiempo perdido.

La cumbia suena más fuerte. Algunos bebés lloran, ríen o gritan. No lo distingo. Llega la hora del olor a zorrillo. La mujer del asiento 20 se tapa la nariz con la bufanda. Procuro un poco de placer en medio de ese caos y me estralo el cuello. Siento cómo se desplazan, vértebra a vértebra. Wow. Sonoro.

El coche se detiene de nuevo. Esta vez alguien subió en medio de la ruta. Se repite lo mismo. Puerta, luces verdes, guarda, boletos. Respiro hondo. Observo esta vez la figura del empleado de Rutas del Sol. Su cara, estilo cubista, está coronada por los pocos pelos que le quedan en la cabeza. Es flaco, ojeroso y encorvado.

Miro hacia la derecha por la ventanilla y vislumbro las luces de una ciudad. Parece ser San Carlos. Sí. Todavía falta lo peor. El señor del puesto de comidas de la terminal de aquel centro poblado entrará en el coche con un canasto lleno de milanesas al pan y otros manjares que nunca me atrevería a probar. El olor de ese menú invadirá el lugar.

Mi deseo es que la chica-cantante se baje. Desafina mucho y no se calla. Entramos a San Carlos. Ella no desciende, pero quien sí lo hace es la mujer del asiento 20. Quedo sola y ocupo los dos lugares.

El guarda, ahora de campera color beish forrada con corderito, sube otra vez, directo al fondo. Va. Viene. Y vuelve a ir.

Llega el momento esperado. La chica-cantante se baja del coche en la terminal. Me alivio. Se sube en su lugar un anciano con una boina de tela Harry Tweed en su cabeza, tapando parcialmente su cabello blanco. Pintón –su estampado-.

Queda una hora de viaje. El día ha sido largo. Dejo de tomar apuntes.



Ruta 15. Paraje Malán. Año 2009



 
 
 
 
 
 
 
19 de julio de 2010 © el día de la Ruta sonora.
La casa se reserva el derecho de admisión. Lea entrelíneas.

Oda al naranja

Mientras combatía mi hastío de las tardes de verano descubrí que odio el color naranja. No sólo eso, sino que después empecé a encontrarlo por todas partes: las franelas son naranja, mis sábanas son naranja, mi celular tiene naranja, el envase de la crema L’Oreal para el bronceado es, también, de color naranja. El Cotec de las 15:30 es naranja, las toallas son naranja, las sillas de playa algunas son naranja. Incluso a algunas sombrillas, tapetes, manteles y hasta cortinas se les ocurrió la idea homicida de adjetivarse con el naranja. Los frentes de las casas son naranja, y lo que es peor, algunos están indecisos y presentan un asqueroso color crema-terracota. Incluso las frutas hacen complot en mi contra y se visten de naranja: limones, ciruelas, duraznos, naranjas.
Si abro la alacena descubro que el paquete de sal es naranja, y si hago lo mismo en el cajón de los productos de limpieza, me topo con la botella de Jane que es decididamente naranja. Y cuando voy al supermercado me dan bolsas de nylon naranja. En el baño está mi cepillo de dientes, también de color naranja. Y hasta el jabón Astral parece naranja. La esponja de lavar los platos es naranja. Y la Salus naranja, bueno, no podría no serlo. El control de la tele es negro. Pero ¡zas!, en un descuido veo que el botón de encendido también es naranja. Y hasta el suelo que piso cuando voy al patio es todo naranja.
Los artefactos del baño. El naranja persigue a la gente. EL zapallo, el imán de la heladera. La escoba, los almohadones y hasta las compoteras. El cenicero, los posa vasos, la botella de whiskey y las remeras para recibir abrazos. La jarras, los jarrones, el mango de la cuchara y hasta los caracoles. El viento, los molinos, los vidrios y los marcos de los espejos. Los boletos de Cynsa, las velas, el revistero y también las lamparillas. El color de la cerveza, la salsa de la pizza, el teclado del celular y el envase de yogurt. Las esterillas, el cielo al atardecer, el Cenit y el Nadir. Las flores de invierno y de primavera, el envase de yerba, el matamoscas, los espirales y las teteras. El té, los sombreros, los silencios y los agujeros. El pelo, retazos de mi vestido, volantes, folletos y anuncios matutinos. El dragón de Mozila Firefox, los mensajes nuevos en la inbox, el reproductor de Windows media y hasta las medias que cuelgan en mi window. En el Messenger el estado ausente, la arena, el barniz y el reflejo de la carretera. Las cajas de gelatina y las tapas de algunos discos de Cabrera. Hasta el marca libros me dejó atónita y más cuando descubrí las cajas de mis armónicas.
Repudio el naranja. Lo odio. Y ahora más porque llego tarde


wanted
Costa Azul, enero de 2010.  Había sol.

domingo, 7 de noviembre de 2010

¿Alguien más de sagitario?

A partir del minuto 2.30 podrán apreciar la mejor escena de la película argentina Un novio para mi mujer. El personaje de la Tana Ferro, magistralmente llevado por Valeria Bertuccelli, ha inspirado a mujeres jóvenes y no tanto y las ha animado a contar la verdad acerca de lo que no les cae bien. Además,  utilizar de una forma brillante la expresión "nos caemos todos de orto", acompañada del movimiento de manos. Por mi parte, sólo deseo que haya más Tanas Ferro por el mundo.