En el mostrador de Rutas del Sol ya puedo vaticinar la duración de las próximas tres o cuatro horas. Es el último coche. Es el único. Es el coche A. Es de línea.
Los asientos no están completos al subir en la terminal, lo que significa nada más que una cosa, y es que a lo largo del viaje subirá mucha gente. El viaje será ajetreado.
Para comenzar mi racha me toca un asiento de pasillo. El 19. No es mal número, o eso pienso. Esta vez sí. Ubico mis cosas en el porta equipaje y presiento que la mujer que se aproxima por el pasillo tiene el 20. Me siento. Me mira. Sí lo tiene. Se ubica ella también. El ómnibus se mueve.
El guarda irrumpe entre los asientos y pide los boletos. Le doy el mío. No pregunta dónde bajo.
Vamos por la Interbalnearia. En El Pinar, o algún lugar de esos que nunca visité no por no querer sino porque nunca lo hice, sube una delegación de basketball. El aroma a deporte inunda el coche. Las ventanas están empañadas y el calor de la excesiva calefacción arrecia nuestros cuerpos cansados. En el fondo los celulares vibran al ritmo de la cumbia. El guarda entra otra vez. Y dos veces más. Y tres. Y cinco. Y pierdo la cuenta.
Una chica sentada delante de mí, que ocupa el asiento 16, se apasiona cantando Colgando en tus manos a pesar de que el resto de los pasajeros probablemente duerma. Para peor tiene activada la opción repetir. Ella canta y en el fondo sigue la cumbia. La del asiento 20 también escucha cumbia. Puedo oírla aunque tenga auriculares puestos. El volumen está tan alto que pienso que puede dañarle los tímpanos. La joven del asiento 16 se empeña en cantar una vez más. Con más ahínco. De nuevo. Otra vuelta más con el estribillo. Cuidado, cuidado, la oigo entonar. Pienso que quien debe tener cuidado es ella. Puedo levantarme a despelucarla en cualquier momento. El guardia vuelve a entrar. Enciende las luces verdes.
No concilio el sueño.
Además de todas las paradas en medio de la nada, el ómnibus entra a Pan de Azúcar. Se suben dos, tres personas. Nadie desciende. Van casi dos horas de viaje y no estamos ni cerca de llegar.
El tiempo en el coche es tiempo perdido.
La cumbia suena más fuerte. Algunos bebés lloran, ríen o gritan. No lo distingo. Llega la hora del olor a zorrillo. La mujer del asiento 20 se tapa la nariz con la bufanda. Procuro un poco de placer en medio de ese caos y me estralo el cuello. Siento cómo se desplazan, vértebra a vértebra. Wow. Sonoro.
El coche se detiene de nuevo. Esta vez alguien subió en medio de la ruta. Se repite lo mismo. Puerta, luces verdes, guarda, boletos. Respiro hondo. Observo esta vez la figura del empleado de Rutas del Sol. Su cara, estilo cubista, está coronada por los pocos pelos que le quedan en la cabeza. Es flaco, ojeroso y encorvado.
Miro hacia la derecha por la ventanilla y vislumbro las luces de una ciudad. Parece ser San Carlos. Sí. Todavía falta lo peor. El señor del puesto de comidas de la terminal de aquel centro poblado entrará en el coche con un canasto lleno de milanesas al pan y otros manjares que nunca me atrevería a probar. El olor de ese menú invadirá el lugar.
Mi deseo es que la chica-cantante se baje. Desafina mucho y no se calla. Entramos a San Carlos. Ella no desciende, pero quien sí lo hace es la mujer del asiento 20. Quedo sola y ocupo los dos lugares.
El guarda, ahora de campera color beish forrada con corderito, sube otra vez, directo al fondo. Va. Viene. Y vuelve a ir.
Llega el momento esperado. La chica-cantante se baja del coche en la terminal. Me alivio. Se sube en su lugar un anciano con una boina de tela Harry Tweed en su cabeza, tapando parcialmente su cabello blanco. Pintón –su estampado-.
Queda una hora de viaje. El día ha sido largo. Dejo de tomar apuntes.
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